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“Del culto de los libros” in Otras inquisiciones / Jorge Luis Borges.- Madrid: Alianza Editorial, 1997. (Biblioteca Borges)[1].

p.167. El fuego, en una de las comedias de Bernard Shaw, amenaza la biblioteca de Alejandría; alguien exclama que arderá la memoria de la humanidad, y César le dice: Déjala arder. Es una memoria de infamias. El César histórico, en mi opinión, aprobaría o condenaría el dictamen que el autor le atribuye, pero no lo juzgaría, coma nosotros, una broma sacrílega. La razón es clara: para los antiguos la palabra escrita no era otra cosa que un sucedáneo de la palabra oral.
p.169. Clemente Alejandrino escribió su recelo de la escritura a fines del siglo ii; a fines del siglo iv se inició el proceso mental que, a la vuelta de muchas generaciones, culminaría en el predominio de la palabra escrita sobre la hablada, de la pluma sobre la voz. Un admirable azar ha querido que un escritor fijara el instante (apenas exagero al llamarlo instante) en que tuvo principio el vasto proceso. Cuenta San Agustín, en el libro seis de las Confesiones: “Cuando Ambrosio leía [...] ciertamente era bueno.”
p.170, n. Los comentadores advierten que, en aquel tiempo, era costumbre leer en voz alta, para penetrar mejor el sentido, porque no había signos de puntuación, ni siquiera división de palabras, y leer en común, para moderar o salvar los inconvenientes de la escasez de códices. El diálogo de Luciano de Samosata, Contra un ignorante comprador de libros, encierra un testimonio de esa costumbre en el siglo II.
p.171. Aquel hombre pasaba directamente del signo de escritura a la intuición, omitiendo el signo sonoro; el extraño arte que initiaba, el arte de leer en voz baja, conduciría a consecuencias maraviliosas. Conduciría, cumplidos muchos años, al concepto del libro como fin, no como instrumento de un fin. (Este concepto místico, trasladado a la literatura profana, daría los singulares destinos de Flaubert y de Mallarmé, de Henry James y de James Joyce.) A la noción de un Dios que habla con los hombres para ordenarles algo o prohibirles algo, se superpone la del Libro Absoluto, la de una Escritura Sagrada. Para los musulmanes, el Alcorán (también llamado El Libro, Al Kitab) no es une mera obra de Dios, como las almas de los hombres o el universo; es uno de los atributos de Dios como Su eternidad o Su ira. En el capítulo XIII, leemos que el texto original, La Madre del Libro, está depositado en el Cielo. Muhammad-al-Ghazali, el Algazel de los escolásticos, declaró: “El Alcorán se copia en un libro, se pronuncia con la lengua, se recuerda en el corazón y, sin embargo, sigue perdurando en el centro de Dios y no altera su pasaje por las hojas escritas y por los entendimientos humanos”. George Sale observa que ese increado Alcorán no es otra cosa que su idea o arquetipo platónico; es verosímil que Algazel recurriera a los arquetipos comunicados al Islam por la Enciclopedia de los Hermanos de la Pureza y por Avicena, para justificar la noción de la Madre del Libro.
p.174. León Bloy escribió: “[...] La historia es un immenso texto litúrgico, donde las iotas y los puntos no valen menos que los versículos o capítulos íntegros, pero la importancia de unos y de otros es indeterminable y está profundamente escondita” (L’Âme de Napoléon, 1912). El mundo, según Mallarmé, existe para un libre; según Bloy, somos versículos o palabras o letras de un libro mágico, y ese libro incesante es la única cosa que hay en el mundo: es, mejor dicho, el mundo.

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